sábado, 26 de marzo de 2016

Yo filósofo



Filosofía, es una materia que no me gustaba en la escuela, cuando apareció la comparábamos con el chamullo, hablamos boludeces y nos aprueban, es genial. Nos quisieron presentar a los grandes pensadores y no les dimos la menor importancia. El tiempo pasó y me crucé con una persona que pude catalogar como filósofo. Al tiempo de conocernos, claro, en primera instancia fue un compañero con el que jugábamos y charlábamos mate de por medio. Empecé a analizar las acciones de la gente, luego las mías, luego el comportamiento de los animales, la distribución y esparcimiento de la flora, el comportamiento social desde un grupo de amigos o una familia hasta el de los humanos como raza “dominante”. Hondé en la percepción del espacio, tiempo y gravedad. Con condimentos de otra gente que se nos unió a las charlas me dejé asombrar por algunas bases de la física que modificaron mi perspectiva y mi línea de pensamiento. Con otros condimentos comencé a ver el espiritualismo, trabajos sobre la respiración, la conexión entre las cosas, los chacras, la trinidad mente, cuerpo y espíritu. Seguí y pensé en la muerte, qué tan real es y qué tan relevante es, le di un lugar en mi pensamiento. Así volví a la física y unifiqué todas las cosas en las que se puede pensar en la ciencia absoluta, el lenguaje. Siendo este el origen de la existencia humana, o al menos lo será hasta que podamos trascenderlo. Entonces, soy un filósofo? ¿Es mi amigo un filósofo? Nunca me atreví a decirlo porque suena muy altanero, suena a que uno es más que el resto. Pero me cansé de ese miedo. Lo busqué en el diccionario, acudí a la ciencia madre, y sí, soy un filósofo, y no, no tiene ninguna connotación social. La idea de colocar a la gente en diferentes niveles del escalafón que nos inventamos de acuerdo a su forma de pensar no es más que una necedad.

Pensar en estas cosas me genera satisfacción. Es entrar dentro de mí, buscar cosas escondidas y sacarlas a la luz, lustrarlas y exponerlas. Es descubrirme. De esta manera tengo pequeñas revelaciones frecuentemente, a veces me asustan y otras me reconfortan. Pero otras veces me invade un sentimiento fuerte, que puede ser alegría, fraternidad, miedo, y todas las cosas en las que pensé, mi imagen de las cosas como son que tanto trabajé, se desmorona y se torna hipócrita revelando mi verdadero yo. Somos reales sólo cuando nos olvidamos del tiempo, cuando nos invade el sentimiento. Entonces la filosofía desaparece, cuando volvemos ella nos está esperando, pero la vemos con otros ojos. Entonces por un rato me pregunto, ¿para qué tanto pensar?

Nahuel Lombardi (28)
Dublín - 26/marzo/2016

La soledad del viajero

Hoy un amigo me dijo que perdimos la conexión. Me hizo ver algo que estaba negando. Algo que hace rato que noto pero que decido ignorar. Estar lejos de los seres queridos tiene su precio. Primero no pasa nada, después extrañamos un poco. Después los soñamos, cada idea que se nos ocurre de reencuentro nos hacemos la película completa con final feliz. De a poco pensamos en menos personas. Algunos de esos seres queridos se nos escapan de la memoria, no los olvidamos, pero dejan de aparecer en nuestros sueños. Van quedando menos, asumimos que esos son lo esenciales, los queridos de verdad. Pero nos duele pensar en dejar ir a aquellos que no caben en el grupo selecto. Formulamos con una lista de la gente en ese grupo, la formamos activamente. Ponemos familiares, amigos de toda la vida, amigos de no hace tanto, alguien que nos impactó fuertemente, etc. Pero la lista no la hacemos voluntariamente, la hace nuestro corazón y no nos avisa. Dicen que el tiempo cura las heridas, pero no es exactamente así, el tiempo neutraliza los sentimientos, hace que las cosas nos importen menos, por lo tanto las heridas dejan de doler. Así mismo las pasiones dejan de arder y los apegos se desapegan.

Hace tiempo empecé a ver las discrepancias entre mi lista y la lista real. No lo quise aceptar, no lo quiero aceptar. La frase que dice que no apreciamos lo que tenemos hasta que lo perdemos es muy cierta. Me resuenan mis propias palabras. Esas que estando frío y ajeno al problema le digo a la gente, esas que pienso cuando me pongo a filosofar. No podemos tener todo, la torta es finita pero más grande que lo que podemos morder de una vez. Yo me fui de viaje solo para alejarme de todo lo cómodo en mi vida, a ver cómo me desenvuelvo sin esas cosas, sin esas personas, lejos de esos lugares familiares. Pero nunca pensé en este sentimiento tan amargo, que es más que el extrañamiento. Es la sensación de perder gente querida. Esta conexión de la que hablaba mi amigo, como toda conexión, tiene una lógica. Requiere de dos seres vivos, en este caso personas, un sentimiento afectuoso o de complicidad hacia el otro, y la aceptación de ambos del sentimiento del otro. Con que se debilite uno de esos factores es suficiente para que la conexión se pierda. Cuando sólo una parte abandona (por las razones que sean), la conexión se rompe, pero si la otra parte sigue luchando fútilmente para reanimarla creyendo que la está manteniendo viva, puede caer en la desesperación o la depresión. O puede aprender a vivir sin esa persona especial. En mi caso particular ahora, y por la naturaleza de mi amigo, voy a seguir insistiendo. Tal vez sea negación, tal vez no, pero las cosas siempre terminan bien, y si no terminan bien es que no terminaron aún.

Nahuel Lombardi (28)
Dublín - 26/marzo/2016